lunes, 19 de septiembre de 2011

PREFIERO LA DEPRESIÓN

Cuando en la mesa de tu comedor tienes un medicamento que se llama “Vida Integral” las cosas no pueden ir tan bien.
Hay personas que desde el anonimato tienen que lidiar con una vida que se complica cotidianamente cada vez más con la normalidad que el status demanda.
La vida no se hizo para “alterados” emocionalmente confesos, está diseñada para los aparentes “normales”. Esta situación nos traslada al lamentable acontecimiento común: no existe el diálogo íntimo.
Sin temor a equivocarme, la pregunta “cómo te sientes” se volvió de rutina, la respuesta automática y diplomática.
Mientras tanto muchos amanecemos con el sonido del despertador, esa música aborrecible que nos recuerda que tenemos una larga y extensa jornada llena de obligaciones y pendientes que nos alteran repulsivamente el cuerpo. Salir corriendo, medio despierto, medio desayunado, medio haciendo y a medias tratando de ser feliz. Es increíble que nuestros familiares y amigos no se percaten de esta jornada de vacío y desesperanza. Más asombroso es saber que los cercanos efectivamente pueden conocer nuestra situación emocional, sin embargo, optan por dos alternativas: Evadir guardando silencio o tratar de calmar aquello que les perturba del otro como mecanismo para calmar las propias perturbaciones. Frases como “échale ganas”, “las cosas pasan por algo”, “todo mejorará pronto”, estas prescripciones recetadas por medio mundo, evidentemente son un fracaso en la auto aplicación. Por eso cuando el dolor aparece muchos desaparecen, otros simplemente solo acompañan. Parece que muchos de nosotros últimamente estamos viviendo y a plenitud un sinfín de trastornos mentales. Viviéndolos en el anonimato, conviviendo con la indiferencia de los cercanos, día a día se le prefiere decir flojo al anérgico,  amargado al desesperanzado, manipulador al triste. Esto no cambia la realidad para quien lo vive, pero si para quien lo ve. Ha decidido mirar la “alteración” con otros ojos, con ojos de simplismo.
Hay situaciones que se vuelven desagradables, tan solo por el hecho de ser miradas con desagrado, esa clase de vistazos se vuelven alucinatorios, en donde la anatomía ocular se ve reemplazada por la ignorancia, la indiferencia, el egoísmo y la antipatía. La depresión es muy distinta de la antipatía, se reconoce inmediatamente, mientras que la antipatía se disfraza de identificación y entendimiento, aún con resultados infructíferos.
Al menos quien vive en depresión sabe que en la mesa del comedor esta la promesa de una vida mejor, encerrada en la ilusión de un rotulo cuya satisfacción le pertenece a la mercadotecnia.
No hay nada como sentarse frente a otro con la encomienda de pensar y repensar la vida, dialogar, retornar el valor de las respuestas cuando se pregunta “cómo te sientes”.
El indiferente gusta de vivir de creencias, de pensar que se piensa, de creer que se cree, de suponer que se sabe. Lo más triste de esto es no poder percatarse de sus propias tristezas. Lo más triste, es no hacer nada para remediarlo.
Por eso, en vez de la indiferencia, prefiero la depresión.

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